Publicado en Diario de Jerez el 28 de enero de 2015
Arquitectura
que nace de la tierra.
Todos los seres pensantes, es decir, una parte de los humanos,
tienen o han tenido en la cabeza, en algún momento de sus vidas, un ideal de
casa. Algunos, los más afortunados, o los más
empecinados, consiguen construirla
antes o después. Otros, simplemente sueñan con ella. Entre los arquitectos
ocurre algo parecido, unos la construyen para sí y otros las construyen para
otros y se olvidan de la suya propia y simplemente sueñan con ella. Son tantas
las posibilidades que tiene una casa que no es fácil aceptar una sola como la
ideal, la perfecta, la elegida.
Con la edad, las ideas se van destilando y se desechan muchas, de
manera que acaban quedando solamente las
esenciales. El arquitecto Francisco Javier Sáenz de Oíza, que ha sido
autor de numerosas casas además de otros edificios importantes para la
arquitectura española del pasado siglo XX, siendo ya muy mayor dibujaba y
hablaba de su casa ideal refiriéndose a la casa de veraneo que se construyó en
el norte de la isla de Mallorca, cerca de Pollensa, lugar que conoció cuando
recibió el encargo de proyectar unas casas de vacaciones en la bahía de
Alcudia. Esa casa de verano, construida en el campo, en un lugar agreste, casi
sin agua, casi sin árboles, apenas algún olivo, la fue adaptando a lo largo de
los años, en función de sus necesidades crecederas y, también, de sus
posibilidades. En un documental emitido recientemente por la segunda cadena de
televisión Saenz de Oíza catalogaba su casa de verano como “arquitectura que
nace de la tierra”. Tanto él como alguno de sus hijos, arquitectos también,
describen el proceso de conquista del lugar a lo largo del tiempo.
El
documental muestra también algunos de los proyectos del arquitecto en materia
de viviendas, unas brillantes, como el famoso edificio de Torresblancas,
viviendas lujosas construidas en la avenida de América de Madrid, y otras que
generaron en su momento gran polémica, como las viviendas de la M-30, proyecto
que siendo igualmente brillante en su propósito no supo enamorar a los futuros
vecinos, que soñaban probablemente con una vivienda diferente a la que se les
ofrecía desde la administración pública.
No te mueras sin ir a Ronchamp (en referencia a la iglesia Notre Dame du
Haut, construida a partir de 1950 en un pueblo del noreste de Francia por Le
Corbusier) es una expresión con la que el arquitecto muestra su admiración
hacia el maestro francés y su obra como la esencia de la arquitectura del
movimiento moderno. El
documental, a través de las sentencias del arquitecto, siempre cargadas de
fuerza y de conocimientos, los recuerdos de sus hijos o las opiniones de antiguos colaboradores,
arquitectos ilustrados y brillantes, que destacan las cualidades principales de
aquél, muestra una
parte de la personalidad de este maestro de la arquitectura moderna española, su
capacidad de especular con las ideas, su ingenio, y sobre todo, en mi opinión, su arrolladora
personalidad, que también era en parte su defecto, y que solamente amortiguó al
final de su vida.
Para
la buena vida.
Para
facilitar la buena vida de nuestros semejantes es la principal razón por la que
los arquitectos hemos sido formados. En nuestra mano está tan sólo una parte
pequeña de esa buena vida que cada cual tiene que procurarse. Pero la sociedad
nos otorga la responsabilidad de proyectar la vivienda, el lugar sagrado en el
que cada familia ha de generar su vida; el espacio urbano, donde los ciudadanos
se relacionan; la ciudad, donde se agrupa la comunidad que genera los
ingredientes que hacen que nuestras vidas sean útiles, hermosas, apasionantes.
Para ello se nos inicia en el conocimiento de la historia de la arquitectura,
de las técnicas constructivas, de las reglas de la estática y de la estética,
además de otros muchos conocimientos técnicos y artísticos. Nos informan del
conjunto de leyes y normas que hemos de observar y nos dan un diploma que nos
acredita como aptos para ello tras unos años de preparación en las escuelas de
arquitectura. Demasiada presunción. Menuda responsabilidad.
Sáenz
de Oiza fue uno de los arquitectos españoles más significativos del pasado
siglo, autor de obras muy conocidas como Torresblancas, en Madrid o Aránzazu en
Pamplona. En la expo de Sevilla erigió el edificio de las Consejerías, que no
se llegó a concluir hasta unos años después, una pieza de planta circular
construida con bloque de hormigón visto que recuerda otro proyecto anterior:
las famosas viviendas de la M30, que fueron objeto de una gran polémica en el
Madrid de los ochenta, un edificio de viviendas públicas que se convirtió en
una discusión mediática por la confrontación entre vecinos y el autor del
proyecto. Fueron años de confusión, los arquitectos reivindicaban la libertad
creativa a la que por deber histórico están obligados; los vecinos, apoyados en
la recién estrenada democracia española, reivindicaban un lugar adaptado a sus
necesidades, requerimiento insoslayable para cada uno de nosotros, aunque
muchas veces inalcanzable para la mayoría. Mirando desde la distancia aquella
controversia, es fácil concluir lo equivocados que estaban unos y otros, menos
los vecinos, más el arquitecto, al que sin restarle ni un sólo ápice de
admiración y respeto, tanto por sus conocimientos y su brillante trabajo como
por el valor con el que enfrentó la situación, le faltó quizás un poco de
humildad para escuchar la esencia de lo que gritaban los vecinos. No siempre la
virtud coincide con la razón.
La
producción de la arquitectura provoca muchas situaciones que divergen de lo
esperado y que el usuario final, a veces, desconoce. Y seguramente influyen en
la satisfacción o no respecto del producto recibido. Es la arrogancia del
conocimiento. No enfrentes tus conocimientos con mis necesidades, ganan éstas.
Sin embargo, la arquitectura es un lugar riguroso, que además de satisfacer las
necesidades vitales de las personas ha de perseguir otras virtudes como la permanencia, la pertinencia,
la coherencia y, a ser posible, la belleza. Y todos estos conceptos no son
generalizables y necesitan ser explicados individualizadamente y sólo así, el
trabajo de los arquitectos podrá ser entendido y, en su caso, valorado.
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