Casa-Árbol de Picasso
EL HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES (A)
Jean Giono fue el autor del relato El
hombre que plantaba árboles, uno de esos libros que todos deberíamos
primero leer y después, cada cierto tiempo, releer para no olvidarnos de que es
posible un mundo mejor. Giono fue, es todavía, a través de sus libros, una de
esas personas que nos iluminan. De familia humilde, tuvo que dejar sus estudios
de muy joven para entrar a trabajar en un banco. Adquirió su formación
literaria a través de lecturas de los clásicos: Homero, Virgilio, Dante,
Cervantes, Shakespeare, Baudelaire, Stendhal y Flaubert. Y su formación como
ser humano se fue fraguando durante esos años en que fue reclutado por el
ejército francés y se vio obligado a dejar su pueblo y luchar en la Primera
Guerra Mundial. Escritor de una larga trayectoria, se le conoce en nuestro país
a través del libro mencionado, que es un manual sobre la forma correcta de
mirar a la naturaleza. La historia que narra fue llevada al cine por el
realizador Frédéric Back que filmó un corto de animación con unos preciosos
dibujos y con el mismo título que el relato.
Cuando conocí a Elzéard Bouffier
llevaba tres años plantando árboles. Había plantado cien mil bellotas a razón
de unas cien diarias. De las cien mil habían brotado veinte mil. De éstas
contaba con que se perderían la mitad a causa de los roedores o de los
designios imprevisibles de la Providencia. Así pues, quedaban diez mil robles
que crecerían en aquella tierra desolada. Le dije que dentro de treinta años,
esos diez mil robles serían magníficos. Me respondió con toda sencillez que, si
Dios le concedía bastante vida, esos diez mil serían como una gota de agua en
el mar. Tenía intención de plantar hayas, abedules y otras especies. Sus
árboles recuperaron los arroyos que en aquél páramo llevaban secos desde
tiempos inmemoriales. Fue la reacción en cadena más hermosa que jamás había
visto. El viento también esparcía algunas semillas. Con el resurgir del agua
reaparecieron los sauces, los juncos, los prados, las flores y muchas razones para
vivir. El final de la historia es que un sólo hombre logró recuperar aquel
territorio a base de una dedicación inquebrantable y una fe indestructible en
lo que hacía: devolver a la naturaleza lo que otros le habían quitado.
Como escribe Joaquín Araujo en el
epílogo de la historia “cuando tengamos un árbol cerca, o mejor, sobre
nosotros, conviene que nos brote algo de gratitud. Mejor sería un caudaloso
agradecimiento porque nadie será capaz, nunca, de enumerar los regalos que la
arboleda nos hace. Plantar árboles es, además, cultura pues son los bosques
quienes publicaron todos los libros. Porque casi todos los campos cultivados
fueron tierras de arboleda. Porque la palabra agricultura fue la que fundó el
término cultura. O porque sobre los suelos que primero ocupó el árbol más tarde
los humanos crearon civilizaciones. Porque el árbol en pie, vivaz y con sus
enormes brazos abiertos, es equivalente a un fármaco prodigioso. El bosque
puede sanar el cambio climático, el avance de los desiertos y la erosión, el
desmonoramiento de la multiplicidad vital, la escasez de agua y combustible, y
la creciente fealdad del paisaje.”
A menudo sucede que no somos conscientes de
lo que nos rodea, de nuestro entorno inmediato: la familia que nos ama, la casa
que nos cobija, las calles que recorremos para ir a trabajar, los árboles que
nos dan sombra.
Muchacho_Árbol de Rafael Pérez Estrada
EL HOMBRE QUE PLANTABA ÁRBOLES (B)
Un árbol para envolverte
Un árbol para abrazarte
Un árbol frondoso y verde.
Un árbol con dos ojos.
Un árbol con cien brazos.
Un árbol ardiendo.
Un árbol para besarte.
Blas de Otero
Nunca fue un ecologista en el
sentido militante de la palabra. El amor a los árboles le llegó a lo largo de
su vida de un modo que podríase nombrar, nunca mejor dicho, natural. Muchas
veces por su trabajo se le presentaron situaciones en las que dependiendo de
las decisiones que se tomaran, árboles que han crecido y vivido durante años en
un prado, una finca de recreo o un solar abandonado, serían talados o no,
algunas veces, las menos, trasplantados. Estas decisiones las tomó sin
pensarlas demasiado en sus inicios juveniles como 'hacedor del mundo'. La
arquitectura era lo que importaba y estaba por delante de todo, incluido el
lugar, la naturaleza, el clima y otros asuntos. Poco a poco fue aprendiendo a
mirar. Mirar alrededor, mirar el lugar, las condiciones específicas de la
parcela o el solar en el que habría de construirse el edificio que fuera. Antes
había aprehendido otras sensibilidades y un día el amor por los árboles se
instaló en su corazón, o para ser más preciso, en su pensamiento. Y así fue como
aprendió que la arquitectura más virtuosa intenta ensamblarse con la naturaleza,
y en particular, con los árboles y la vegetación.
En esa práctica
naturalista tuvo la oportunidad de evitar la destrucción de muchos árboles: una
alineación de palmeras contradictoria con una zona de nuevos crecimientos, un
olivo junto a una piscina en un jardín al que invitó a una relación que el
tiempo ha consolidado, los naranjos de un carril que se convirtieron en el
orden de las calles de una zona nueva de la ciudad, etc. También fracasó
defendiendo eucaliptos que finalmente fueron derribados traicioneramente, o
manteniendo unas acacias en el centro de una calle que finalmente fueron
taladas, sustituidas más tarde por naranjos.
Aún así, tuvo la
suerte de plantar muchos árboles: acebuches en el jardín de una piscina
pública, palmeras en un frente marítimo, pinos en otro, en el que el propio
lugar invitaba a fundirse con el paisaje existente; olivos en alguna rotonda;
árboles de multitud de especies en parques, jardines y otros espacios en los
que las edificaciones intentaron ser menos para que la naturaleza, el lugar,
fuera más; o un limonero en un diminuto jardín que empieza, con los cuidados de
su hija, a ofrecer sus frutos.
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